C. Tangana, cuando aparece en este documental -o pieza audiovisual, como dice El Niño de Elche-, manifiesta que él hace música para poder vivir de esta y que todos le escuchen. Por el contrario, critica a las obras -tanto literarias, musicales o de cualquier otro arte- más elaboradas y dirigidas a un público más minoritario y que para entenderlas hace falta un mayor bagaje cultural. Justamente, así es El Niño de Elche y este documental.
Para retratar a este artista hay que salir de lo convencional. Aunque venga del flamenco, él no quiere hacerlo. Aunque sus orígenes sean humildes, él reniega de todo. De este modo, la estructura del documental no sigue las reglas canónicas. Opta por definir la vida de Francisco -su verdadero nombre- a través del cante, de pequeñas intervenciones de su familia, de reflexiones tomándose un cubata en un mirador. Nos hace ver que no estamos ante un artista cualquiera.
La vanguardia es una constante, la pretensión de hacer algo revolucionario, de llevar la contraria a todo, de trascender al flamenco y a cualquier disciplina inventada. Si en muchas de sus canciones acaricia formas distintas y las casa, en esta película se lucha por unir a todos los Buñuel existentes: desde el más religioso y surrealista de Un perro andaluz, hasta el más corrosivo de El ángel exterminador, impregnándolo todo con costumbrismo.
En los orígenes de Francisco es donde el documental decide dar voz a sus familiares. No exactamente con la pretensión de contar toda su vida, sino de contarlo a él, con los elementos que han conformado a una persona tan ambigua y contradictoria, casi un anti-todo al estilo de Eskorbuto, pero lleno de casticismo pueblerino. Su familia, un baluarte tan antisistema tanto para él como para la escritora Ana Iris Simón, es lo que le ha hecho como es.
En resumidas cuentas, el documental parece ser la triada dialéctica que propuso Hegel. Se enuncia una tesis, como la que dice C. Tangana o cualquier otra intervención, y Francis se muestra como antítesis. Si hablamos de que lo revolucionario es una farsa y que solo el tiempo puede determinar que algo es así, El Niño de Elche nos intenta convencer durante todo el tiempo que él es la revolución.
La síntesis ya la tenemos que hacer nosotros, evaluando a un artista que peca de soberbia muchas veces durante la cinta. Una tan excesiva glorificación en vida, equiparándose con el mismo Dios -en toda su Santísima Trinidad-, que lleva a cuestionar el relato discursivo de una obra que epata en todos los sentidos, tanto de forma visual como sonora: con el cante jondo que caracteriza a El Niño de Elche. Al final parece una gran obra de culto a una personalidad ególatra.
José Luis Prieto Fernández