los colores del tiempo

AMAR EN TIEMPOS DE OLVIDO. CRÍTICA DE LOS COLORES DEL TIEMPO, DIRIGIDA POR CÉDRIC KLAPISCH

Una casa abandonada de finales del siglo XIX en riesgo de demolición, una empresa que quiere construir un eco-parking en la parcela y una reunión con los más de treinta sucesores vivos de la mujer que vivió allí conforman el entramado de la nueva película de Cédric Klapisch, Los colores del tiempo, que se ha presentado en la sección oficial del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Mediante la investigación de los diferentes artefactos que se conservaron en la casa (fotografías, lienzos, cartas), cuatro de estos sucesores descubrirán las piezas de la vida de su antepasado común, Adèle, una joven de campo que fue a París a reencontrarse con su madre tras el fallecimiento de su abuela.

El guion, escrito por el propio Klapisch y su frecuente colaborador Santiago Amigorena (comparten trabajos como Le péril jeune, Peut-être, Deux Moi y En corps), brilla en su complejidad temática. Con una premisa original (aunque peca de inverosímil), es capaz de explorar, interpretar y crear un debate con el espectador sobre los conflictos identitarios de la juventud y la dificultad de navegar un mundo en constante cambio, así como la importancia del diálogo familiar e intergeneracional para ayudarnos a comprendernos mejor a nosotros mismos. Ante todo, recuerda que la memoria familiar es memoria histórica y es por tanto digna de estudio y preservación frente a intereses monetarios; y que la conexión inexorable entre arte y tecnología continuará presente en la historia de la humanidad, dilema al que ponen cara los personajes de Anatole y Lucien, dos jóvenes que, en la venida del siglo XX, confrontan la longevidad de sus respectivas profesiones (pintor y fotógrafo). No se pierde el paralelismo con las discusiones actuales: Lucien se mofa de la muerte de la pintura con la fotografía; ¿nos encontramos nosotros ante una muerte del cine con la IA? Klapisch, con esta película, da un no rotundo: el arte aprende a adaptarse, y nosotros debemos aprender a adaptarnos también.

Con una acertada ambientación, tanto a nivel de caracterización de personajes como de construcción de escenarios, resulta especialmente refrescante su sobriedad frente a la sobrecarga de los dramas de época de las superproducciones (¡menos pantalla verde y más matte painting!), y los personajes, tanto los actuales como los del pasado, logran aportar la credibilidad histórica que podría haber faltado en algunos momentos con actuaciones sinceras y diálogos sencillos pero profundos que dejan importantes moralejas. Resulta especialmente deliciosa la escena del reencuentro entre Adèle y su madre Odette: escenario, figuración, ambientación, vestuario y, en especial, actuación y diálogos trabajan en conjunto para la inmersión total en las emociones de una hija al descubrir la sórdida vida de una madre que la abandonó.

La fotografía es discreta y cumple su cometido, encontrando un papel protagonista en el uso expresivo de la luz, con un entrañable significado simbólico que acompaña los momentos clave de la vida de la protagonista: su concepción, su entrada a la vida adulta, el cambio irreversible producido en ella tras el aprendizaje que le ha brindado la ciudad y, finalmente, el reencuentro con su familiar perdido, con ese deslumbrante reflejo blanco de la luz del sol en su vestido cuando está siendo pintada.

Aunque no sepamos qué va a ser del cine con los vertiginosos avances en el ámbito del trabajo creativo, esperemos que mientras dure sea de la mano de cineastas que tengan la cualidad para reconocer los patrones sociales que necesitan ser visitados, don del cual Klapisch sin duda puede presumir.

Clara Godoy Rodríguez.