París, distrito 13

París, distrito de las musas

Hay un momento en París, distrito 13 (Les Olympiades), la nueva película de Jacques Audiard, en que uno de los protagonistas queda en una posición parecida al Joven en cuclillas de Miguel Ángel, recién abandonado para siempre por su pareja. Es una escena decisiva y Audiard lo sabe, y por eso pone todo lo mejor de sí en ella: esgrime una marcada división de los espacios para representar la ruptura, recurso que tanto han explotado cineastas como Billy Wilder o Woody Allen.

Sin embargo, si esta escena es significativa es por sintetizar la propuesta de sus creadores: el personaje despechado en cuestión queda relegado a la figura de musa para la otra persona. La disposición del escenario potencia esta percepción: sábanas blancas, cortinas, desnudez; como las musas de los artistas pictóricos (no en vano, Céline Sciamma firma como guionista). Pero, donde Sciamma exploraba el autoconocimiento de sus mujeres en llamas a través del arte, Audiard lo hace mediante el sexo.

En efecto, París, distrito 13 propone un juego a cuatro bandas donde sus protagonistas –tres mujeres y un hombre– funcionan como engranajes en la búsqueda de la identidad del otro. Es decir, sirven de musas que inspiran el conocimiento de uno mismo, siendo el sexo el elemento catalizador. Donde más claramente puede verse esta circunstancia es en la relación entre Nora (Noémie Merlant) y Amber (Jehnny Beth): cada una descubre su verdadero yo mediante su reflejo en la otra.

Audiard dijo que quería hacer una comedia romántica. Y, bueno, si esas eran sus intenciones, desde luego, ha fracasado. Y no pasa nada, pues su drama romántico transita por otros derroteros igualmente satisfactorios. Pero para considerar que una película es una comedia hay que exigirle algo esencial: la voluntad continuada de hacer reír. Si por dos carcajadas desperdigadas en hora y cuarenta minutos de metraje calificamos de comedia una película, entonces John Ford sería uno de los mayores cómicos de la historia del cine.

El guion de Audiard, Sciamma y Léa Mysius se arma sobre cuatro historias que, al final, acaban cruzándose y afectando al devenir de todas. Hay cierta pereza a la hora de engarzar algunas de ellas, pero también hay construcciones que encierran una coherencia formal e impacto emocional enorme. Por ejemplo, tras la primera de las rupturas, el plano fijo de una habitación vacía es aguantado durante unos segundos entre dos fundidos a negro. Un paréntesis que guarda una elipsis de duelo brutal: no sabemos cuánto habrá durado el proceso de superar el desengaño amoroso, pero sí que queda patente la desolación y la soledad que han acompañado al personaje en ese tiempo.

Por lo demás, la identificación que propone el uso del punto de vista siempre está más del lado de las chicas que del chico. Es una de ellas la única merecedora de dos travellings a cámara lenta para ilustrar su estado anímico. Es otra de ellas con quien se nos sumerge en su estado emocional a través de la elección de dos planos generales muy pensados: en una discoteca, primero; en un aula, después. Y, pese a todo, resulta llamativo que en una película con tanto sexo y tantos puntos de vista femeninos los únicos desnudos completos –que los hay por doquier– sean los de las mujeres.

En definitiva, se trata de una película más compleja de lo que pueda aparentar –siempre es una virtud, en contraposición a otras que se toman más en serio de lo que su narración ofrece–. Más cruel, cuando se lo propone, que aquellas pretendidamente brutales que tanto éxito le aportaron a Audiard en el pasado: Un profeta y Deephan. Y, por supuesto, mucho más bonita que estas. En el debe, algunas decisiones de guion cogidas por pinzas y que solo resultan creíbles haciendo un ejercicio de fe.

Ah, y atención a la precisión y sencillez del último plano: un travelling sobre un telefonillo que cierra todas las historias y todos los futuros.

 

Carlos Lara