Pasado el ecuador de este Festival de Cine, nos adentramos en un día en el que seguimos explorando historias que se niegan a quedarse en un sólo plano: “La primera ventaja es que cuando el cuento llega al final no se acaba, sino que se cae por un agujero… Desde aquí se le puede cambiar el rumbo.”
Porque, a fin y al cabo, en el cine como en la vida, lo importante no es cuánto tiempo estamos juntos, sino cómo nos despedimos. La primera experiencia de cine inmersivo que acogemos versa sobre un tradición con más de quinientos años en Galicia. Nos traslada a ritmo de cascos salvajes a Sabucedo, lugar en el que Brais Revaldería nos invita a sumergirnos un ritual que no se ve. Se nota. Se siente.
“Llevaba ocho años grabando Rapas Bestas. Soy de Lugo, y desde que era pequeño tengo grabado en la memoria esta tradición. Llevo quince años fuera, en Estados Unidos, y quería reflejar la riqueza que hay en Galicia y en España. Pude trabajar en las experiencias inmersivas de 'Juego de Tronos'. Para diferenciarnos de otros proyectos que han tratado esta temática, creíamos en la experiencia inmersiva para vivirla desde dentro. No se entiende el contexto si no estás allí. Y esta fue la manera.
Ya habíamos recorrido territorios similares. Sorogoyen nos mostró la tensión del hombre frente a la bestia en 'As Bestas', y la serie 'Rapa', con Javier Cámara, nos introdujo en la herencia de la tradición gallega. Pero el espectador pierde su marco habitual, ya no observa desde fuera, sino que respira la fuerza de la comunidad.
María Fernanda O. Morla, productora, afirma que “una historia tan multidimensional tenía que envolverse en un proyecto transmedia”.
La plasticidad del animal es muy poética, y casa con el diálogo entre vanguardia y tradición. El olor es otra capa añadida. El olfato es capaz de conectar con la memoria antes que la vista. “En Cannes todo el espacio olía a hierba cortada por nosotros. Es una preparación psicológica para situarte en el lugar de la pieza que vas a ver”.
Álex Aller, compositor, se sumó al proyecto hace unos cuatro años. “Acompañé al equipo durante dos años para recoger mi propia librería de sonidos. Estábamos trabajando en el largo cuando decidimos que hacía falta 270 grados de sonido para meter al espectador en la experiencia en la que terminó derivando. Desde la sala, hemos conseguido recrear en 360 grados todo lo que sucede. Creo que la atmósfera que van a recibir es muy fiel. Te sientes como si estuvieras subiendo al monte con ellos a buscar caballos”. Alan Fridman, responsable también de sonido, entró en el último año, con el proyecto muy avanzado. “Lo más complicado fue encontrar el mundo sonoro que se había montado en la cabeza de Álex y hacerlo funcionar. Considero que está en la máxima expresión de cómo se pensó”.
Esta obra no es sólo recomendable. Es un viaje sensorial que recuerda que la tradición se habita.
Texto de © Beatriz Rodríguez Ruiz
