Mimosas llega al SEFF después de haber obtenido el Gran Premio de la Semana de la crítica en Cannes y de haberse estrenado en varios países. Hablamos con su director para arrojar luz sobre algunas de las intenciones de este film que nos conduce al universo del misterio y lo inefable.
En varias ocasiones ha presentado Mimosas como un western religioso que juega con referentes populares...
Sí..., me refiero a películas como Mad Max, Regreso al futuro o El oso, que vi de adolescente y que aún me habitan. Creo que el cine popular ha sabido a veces expresar muy bien esa dualidad entre el relato épico y el relato iniciático que a mí me interesa. Buscaba recuperar de aquellas películas precisamente el trabajo en ese doble plano: por un lado el aspecto épico, la aventura, el mundo sensible, pero también, por otro, un relato iniciático que resulta más simbólico.
Una dualidad que se expresa a través de la confluencia de mundos que provienen de distintos tiempos.
Bueno..., antes de interpretar me gustaría explicar que mi voluntad como cineasta es bastante gnóstica: quiero utilizar la herramienta cinematográfica para invocar algo. Busco, en definitiva, que el film me supere para acabar siendo algo que no soy yo, ni mis intenciones ni mis ideas. Porque creo que es ahí donde está la magia del cine, donde se convierte en una plataforma para relacionarnos con lo inefable. Por eso, hay gente que entiende que hay saltos en el tiempo... Para mí se trata más bien de mundos paralelos. Y es así porque he buscado plantear un equilibrio entre exoterismo y esoterismo, entre literalidad narrativa y misterio. De tratar, en definitiva de trascender la idea del espacio-tiempo para, a partir de este equilibrio, no hablar de pasado o de futuro, sino de relacionarnos con una idea de eternidad. No es el mundo histórico, cronológico, sino el universo del alma que no tiene espacio ni tiempo, que es eterno e inmortal.
El film parece proponer en este sentido una reflexión en torno a la fe y la falta de ella.
No era mi intención, pero de alguna manera es cierto que, frente a Ahmed, que es el personaje escéptico, el que tiene el corazón decepcionado, se contraponen las figuras de Shakib, Ikram y Saïd, que hacen que se acuerde de quién es y que abra de nuevo el corazón. Y esto es muy simple y parece prosaico, pero creo que es la respuesta a sobre si es una película sobre la fe. Obviamente me aprovecho también del estatus de sabio loco de Shakib para hablar de un tema que de otro modo podría caer en el new age o en el esoterismo vacuo, y que podría molestar a los cínicos. A través de su inocencia me legitimo para hablar de la fe. Pero, de nuevo aquí, lo que realmente me interesaba era capturar lo invisible, proponer un viaje más allá de lo geográfico.
¿Y acercar de este modo el film a esa parte esotérica de la que hablaba?
Exactamente. Más que la reflexión, busco la estupefacción a partir de la paradoja formal. Creo que el espectador actual es muy cartesiano, busca un sentido a todo: ideología aquí, psicología allá, historia por otro lado… Pero, a pesar del propio espectador y del propio cineasta, la imagen se impone y penetra. Me refiero, por ejemplo a las secuencias de los taxis, que son imágenes estructurales que ha tenido el proyecto desde el inicio y que son, precisamente, las que invitan al viaje en varios planos: los taxis no se zoomorfizan ni se antropomorfizan sino que se espiritualizan. Son entidades espirituales. Y es a través de ellas que nos damos cuenta del poder profundo de la imagen. El cine, en tanto que arte, se relaciona con el mundo de la sombra, de lo no dicho, del misterio. Yo he optado, sin embargo, por buscar un equilibrio también con la parte exotérica, como en la vida: hay que tener un equilibrio entre la conciencia de las formas espirituales en suspensión, del mundo sutil, y de lo que ocurre en el mundo de las formas sensibles, en el mundo de la manifestación. De alguna manera mi universo personal se conforma por esos mundos paralelos.
Con todo esto se corre el riesgo, sin embargo, de convertir el film en algo abstracto, críptico…
Es un riesgo inevitable. De alguna manera le cojo de la mano al espectador, voy con él, pero hay momentos en los que lo dejo suelto, le quito la mano. ¡Ojo!, sin paternalismo. Pero obviamente soy yo el que invita, el mayordomo de la película. El espectador que más confía en sí y en las imágenes, el que se deja llevar, encuentra un hilo que hace que no se pierda del todo, que no se rinda. Y no digo que no haya sentido en las cosas, sino que no hay que inter- pretarlas con la razón cartesiana superficial que tenemos hoy como hijos de la modernidad securalizada, sino con una ‘suprarazón’ más clarividente. Mimosas es un animal extraño que se relaciona con una idea que me gusta mucho que es la de ‘revelar’, una palabra muy cinematográfica y que habla de poner dos velos, de volver a velar, en definitiva, de poner sombra. El místico murciano Ibn Arabi, una de mis mayores influencias para este film, dice: “La luz es velo”. Vivimos en el imperio de la luz: solo existe lo visible. Pero en realidad el exceso de claridad nos ciega; cuando hay mucha luz, no se ve nada. Para revelar hay que poner oscuridad. Y entonces me doy cuenta de que, para ser verdaderamente claro con lo que quiero transmitir, me tengo que volver oscuro. Para ser verdaderamente responsable con el espectador tengo que confiar en él y en la práctica cinematográfica como misterio paranormal.
El film propone asimismo una confrontación entre la tradición y la vanguardia a muchos niveles. En esto Marruecos juega un papel esencial...
Hablas de paradoja y creo que es cierto que es a través de ella como es posible capturar lo inefable. Pero yendo al grano de la pregunta, las vanguardias, a lo largo de la historia, siempre han partido precisamente de la tradición para hacerla presente. Creo además que, de alguna manera, nuestro escepticismo ha llegado a un punto tal que ha acabado con su esencia misma y eso provoca un acercamiento a la tradición más desacomplejado. Yo participo de ello. Por otra parte, con respecto a mi interés por Marruecos, éste se produce en varios planos: desde luego me interesa el choque entre tradición y vanguardia que allí se encuentra, pero además me parece que geológicamente es un sitio muy mítico. Las montañas permiten una abstracción que evoca la génesis del propio planeta, nuestros orígenes. Porque uno de los problemas de este mundo que vivimos es que se ha cortado el linaje con los maestros de toda índole y me parece que dirigirse a ellos para honrarlos es indispensable.
¿Por qué optó por una estructura organizada en tres segmentos marcados, cada uno de ellos, por una fase del rezo musulmán?
Por varios niveles. Primero porque para mí, que relaciono el arte con lo sagrado, todo el proceso creativo es una invocación. Esta película es un rezo, una celebración de la manifestación. Segundo porque narrativamente las tres posiciones del rezo tienen una relación con ciertos momentos dramatúrgicos clásicos. La postración, por ejemplo, es equivalente al climax de la tragedia griega: es el momento en el que el personaje toca fondo. Y cuando hablo de western religioso me refiero a la etimología de la palabra religión: religar, unir. Y en este sentido me gusta pensar en una cierta promiscuidad cultural por la cual las partes del rezo son como partes dramatúrgicas. El tercer nivel es de puro montaje: son car- telas que nos sirven para marcar elipsis, para dar la sensación de paso del tiempo... Fueron imprescindibles en este sentido porque nos faltaba metraje, rodamos apenas un 60% del guion, y las cartelas salvaron esta falta.
¿Cómo fue el trabajo con el sonido y la música?
Primero tuve el privilegio de trabajar con Amanda Villavieja, que es capáz de poner sonido a la piel en la línea de eso que dicen los orientales de que ‘el alma está en la piel’. Después, respecto a la música, optamos por un tema de Om, un grupo postrock americano que, curiosamente, es agnóstico. Para mí el peligro aquí era hacer, como hacen muchas películas pseudoespirituales muy tramposas, que el drone diera trascendencia a la imagen. Para evitarlo utilizamos la música con un sentido narrativo: acompaña momentos en los que hay revelaciones, epifanías, apariciones… De este modo, como la película llega a la trascendencia a través de otros canales, como es la imagen y la narración, creo que la música drone se legitima. Al final se introduce además un mantra que es lo que canta el musulman alrededor de la Kaaba cuando hace la peregrinación a la Meca. Es una canción con la que el creyente se da a Dios, se abandona y se desintegra en el todo. Y eso es lo que le ocurre a la propia película, que en ese momento se desintegra: le hacemos un KO a la razón, abandonamos la narración, lo exotérico, y entramos en el esotérico a través de esa coreografía paranormal de los taxis en el desierto. El final supone una suerte de abandono de los personajes al tiempo que una entrega de la propia película que explota: hay una catarsis mental que provoca una catarsis física. Y eso es lo que a mí me interesa hacer en el cine: darle un KO a la razón para quedarnos en la experiencia de la imagen.
JARA YÁÑEZ
Entrevista realizada por teléfono, Madrid-Barcelona, el 9 de octubre de 2016, originalmente publicada en el especial de Caimán Cuadernos de Cine dedicado al SEFF 2016.