¿A qué edad una mujer se siente suficientemente segura para expresarse con una voz artística propia? Joanna Hogg (Londres, 1960) se licenció en la Escuela Nacional de Cine y Televisión británica en 1986 con el corto Caprice, protagonizado por una entonces todavía desconocida Tilda Swinton. Su primer largometraje, UNRELATED, data de 2007. A lo largo de estos más de veinte años que transcurren entre su graduación y su debut en el cine, Hogg no permaneció inactiva ni se dedicó a otras labores. Su carrera se desarrolló durante un largo tiempo en el mundo del videoclip y de la televisión. Primero trabajó en Limelight, la productora de donde surgieron piezas ya clásicas como el Take on Me, de A-Ha, y por tanto una de las principales impulsoras del formato videoclip tal y como se institucionalizó comercialmente en los años ochenta. Allí firmó piezas para artistas como Johnny Thunders o Alison Moyet. Y antes de que la ficción televisiva adquiriera su actual estatus artístico, también se encargó de dirigir todo tipo de episodios de series tan populares en su país como EastEnders o el serial médico Casualty. Como ella ha declarado más de una vez, cuando por fin se decidió a rodar su primer largometraje tuvo claro que lo haría desde una libertad estética en las antípodas de las rutinas y las imposiciones de la realización audiovisual televisiva.
En THE SOUVENIR, su cuarto largometraje y la película que por fin le ha proporcionado la repercusión internacional que su obra se merece, Joanna Hogg da en parte respuesta a ese interrogante inicial. Aunque sus tres primeros filmes ya recogían ciertas inquietudes personales, en THE SOUVENIR lleva a cabo por primera vez un drama de tintes autobiográficos que rememora una historia de amor trágica de su juventud, de la época en que estudiaba en la escuela de cine. En la primera conversación a solas que mantiene la protagonista Julie (Honor Swinton Byrne) con quien se convertirá en su amante, Anthony (Tom Burke), discuten sobre estética del cine. Él opina que las películas no deben mostrar la vida tal y como es sino transmitirnos cómo la experimentan los personajes a través de, en expresión de William Burroughs, su “máquina blanda”; mientras que Julie defiende el interés por unos personajes e historias “auténticos”. THE SOUVENIR arranca con unas fotografías en blanco y negro, tomadas por la propia Hogg en aquellos años, sobre las que la protagonista explica su primer proyecto fílmico, The Mother, en torno a un muchacho dependiente de su madre en la decadente y obrera Sunderland. Las imágenes y el enfoque de Julie entroncan con una tradición de realismo social con la que lleva identificándose el cine británico desde hace décadas, pero que tiene poco que ver con la experiencia de una mujer joven que ha crecido en una familia acomodada. Como remata Anthony mientras beben champán, el cine de Powell y Pressburger es verdadero sin necesidad de ser real. Pero, en parte debido a cierta (mala) conciencia de clase, Julie quiere hacer una película que transmita el mismo tipo de emoción y compromiso que Shipbuilding, de Elvis Costello, tal y como la canta Robert Wyatt. El relato de la relación tóxica que Julie mantiene con ese hombre, a la vez fascinante y destructor, que le oculta su drogodependencia se desarrolla en paralelo al proceso de aprendizaje de la protagonista en la Escuela de Cine, donde empieza a rodar su primer corto marcada por las incertidumbres estéticas y las inseguridades personales, antes de sentirse preparada para abrir las puertas al mundo exterior.
Autorretrato de Joanna Hogg (captura de super 8), 1980 ©Joanna Hogg
Cuando, con más de 45 años, Joanna Hogg por fín se vio con la suficiente confianza como para rodar un primer largometraje desde una perspectiva personal, la tradición cinematográfica con la que entronca no será la del realismo típicamente británico; pero tampoco la de la exuberancia del cine de Powell & Pressburger o de los musicales en technicolor que inspiraron su corto Caprice. En UNRELATED y en el resto de su filmografía, la directora enlaza con una expresión de la modernidad cinematográfica más propia de Francia o Italia que de Gran Bretaña; más próxima a Éric Rohmer, Michelangelo Antonioni o Yasujiro Ozu que al Free Cinema o a Ken Loach (aunque sus agudos retratos de la intimidad familiar y el trabajo abierto a la improvisación con los intérpretes sí que la conectan en parte con la obra de Mike Leigh). Sus dos primeros filmes, sobre todo, parten de una conciencia de la propia clase que pasa por escrutar desde cierto distanciamiento las dinámicas internas de dos grupos familiares. Hogg no cae en esa estética aséptica y quirúrgica de quien observa a sus personajes desde cierta superioridad moral o desde un afán de eludir la autocrítica. Por el contrario, su cine desvela los desajustes de un entorno social que conoce bien sin caer en la sentencia fácil. La directora también rehuye la construcción dramática tradicional para elaborar una puesta en escena en la que los planos respiran sin sentir la obligación de ponerse al servicio de una trama. De UNRELATED a THE SOUVENIR, el montaje de las películas de Joanna Hogg, firmado siempre por Helle Le Fevre, refuerza esta concepción sutil, misteriosa y, al mismo tiempo, expresiva de la narrativa cinematográfica.
UNRELATED, a priori, podría situarse en esa larga tradición de un cine británico en el que los protagonistas sienten florecer unos deseos o sentimientos reprimidos en el contexto propicio de una Italia sensual y abierta. Pero Joanna Hogg ya pone de manifiesto en su ópera prima cómo se desmarca en parte de estas convenciones para filmar el proceso de reencuentro con ella misma de una mujer que, en propia definición del personaje, se siente “en la periferia de las cosas”. El arranque muestra a la protagonista, Anna (Kathryn Worth, que no por casualidad guarda un parecido innegable con la Marie Rivière de la rohmeriana El rayo verde), llegar sola y al anochecer a casa de sus amigos, un amplio grupo familiar que la ha invitado a pasar las vacaciones con ellos. Anna no tarda en sentirse más atraída por la energía desbordante y la despreocupación de los jóvenes que por las rutinas de los adultos de su misma edad.
Hogg presenta a una protagonista todavía insólita por entonces en el cine contemporáneo, una mujer de cuarenta y pico años sin hijos que sufre el desencaje de su situación: no conecta con las inercias de los otros adultos, se supone que ya no tiene edad para las fiestas de los jóvenes. Anna ha dejado temporalmente a su pareja Alex en Londres. Aquí se siente atraída por el joven Thomas (un debutante Tom Hiddleston), con quien parece compartir cierta química sexual. UNRELATED muestra cómo esta mujer intenta vivir ese proceso de reconexión con su sensualidad en un momento de crisis y en un entorno que a priori la invita a ello. Pero su condición de desplazada frustra en parte este deseo.
Aunque UNRELATED se sitúa en un hermoso caserón cerca de Siena y los personajes hablan de la fiesta del Palio, Hogg evita otro de los tropos de estos films, la interacción concreta con algún elemento de la cultura local que ejerce de catalizador de las emociones de la protagonista. En cambio, coreografía un preciso ejercicio de observación de las distancias entre la protagonista y ese grupo familiar en cuyas dinámicas internas nunca acaba de encajar. La tensión que ocupa Anna dentro del cuadro funciona tanto como fuerza centrípeta como centrífuga con el resto de personajes. Cuando más desplazada queda es justo en los rituales de llegada y de despedida de la residencia, aquellos que marcan la continuidad de pertenencia a un núcleo relacional.
Ironía y reflexión
Como UNRELATED, ARCHIPELAGO se centra en una familia, aquí más reducida y compuesta por Edward (Hiddleston, de nuevo), su hermana Cynthia (Lydia Leonard) y la madre Patricia (Kate Fahy), de vacaciones en un paraje lejos de su hogar, en este caso una de las islas de belleza árida y ventosa del archipiélago de las Sorlingas, frente a la costa de Cornualles. También hay una mujer ajena al grupo, la cocinera Rose (Amy Lloyd), que gravita a su alrededor y flirtea con el personaje de Tom Hiddleston, aunque aquí no es la protagonista. Y un marido ausente con el que solo se habla por teléfono. ARCHIPELAGO es hasta el momento la única película de Hogg que no se centra en un personaje femenino en concreto, y en cambio ahonda en las insatisfacciones de los integrantes de esta familia acomodada que pasan unos últimos días juntos antes de que el hermano se marche una temporada de misión humanitaria a África. Los dos hermanos en la treintena experimentan unas respectivas crisis personales que se expresarán de forma complementaria ligadas a su condición social.
En la secuencia más incómoda del film, Cynthia protagoniza uno de esos momentos de a priori anecdótico pero evidente abuso de los privilegios de clase respecto a los trabajadores del restaurante al que han acudido a comer todos los personajes. En una secuencia anterior, Edward ha querido invitar a Rose a sentarse a la mesa familiar, lo que provoca una discusión con su hermana. Si Edward pretende disimular la distancia de clase para no sentirse culpable, Cynthia en cambio la subraya. En ambos casos, el conflicto genera un trastorno no tanto en Rose o en los trabajadores del restaurante como, sobre todo, en el interior del propio grupo familiar. Hogg añade otras escenas en las que resquebraja las apariencias de las hermosas películas de gente rica en vacaciones, como cuando se detalla el cruel proceso para convertir en deliciosos manjares las langostas o los faisanes comprados directamente a sus productores.
ARCHIPELAGO se inicia con un personaje secundario pintando al aire libre un cuadro al óleo. La primera aparición de los protagonistas en su casa de vacaciones se produce en una sala presidida por la mancha que señala la ausencia de un cuadro justo encima del hogar. En su segundo largometraje, Hogg hace más explícita la cualidad pictórica de sus imágenes e incorpora un mayor grado de autoreflexión, no exenta de ironía, en torno a la forma de entender el arte. Su personaje pintor se dedica a los paisajes pero, como es habitual en la filmografía de la británica, los encuadres en exteriores de la película evitan el mero preciosismo para subrayar, en cambio, ese aspecto árido del entorno. Pero es sobre todo la pintura en interiores lo que le interesa a Hogg, que aquí deja notar el peso siempre patente del cine de Chantal Akerman, pero también la influencia de la obra de Vilhelm Hammershøi en el encuadre de esas mujeres de espaldas en crisis con la idea de hogar.
El cuerpo femenino en el espacio público
En su progresivo avance hacia un cine de la intimidad, en su tercer largometraje, EXHIBITION, Hogg abandona el contexto familiar y vacacional para centrarse por primera vez en la vida hogareña de una pareja, unos artistas de mediana edad sin hijos (una situación parecida a la suya) que están a punto de vender la vivienda donde han residido estos últimos años. Tradicionalmente, en las películas que convierten la casa en ese refugio de una época feliz o en albergue de la memoria familiar, el hogar en cuestión responde a las líneas arquitectónicas tradicionales de la casa burguesa, tal y como se entendía hasta principios del siglo XX. Cuando una familia reside en un apartamento diseñado al estilo moderno, ello suele conllevar algún tipo de connotación ligada al estatus socioeconómico de los protagonistas pero también al tono del film. La arquitectura de tradición racionalista se asocia a la frialdad emocional o a la alienación existencial, al escenario de un thriller criminal o un drama a lo Michael Haneke. Hogg también se distancia aquí de este lugar común. En EXHIBITION, la venta de la bellísima casa diseñada por el arquitecto británico James Melvin, por razones que nunca llegamos a conocer, es síntoma de algún tipo de crisis en el seno de la pareja. El edificio nos habla, por supuesto, de la clase social de los protagonistas, un arquitecto H (el artista conceptual Liam Gillick) y una performer D (Viv Albertine, pionera del postpunk femenino con The Slits). Pero aquí sí que se palpan unos lazos de calidez, rozando lo erótico, que la pareja, y sobre todo D, ha formado con esas paredes que debe abandonar.
EXHIBITION pone así de manifiesto hasta qué punto el cine no experimental ha sido incapaz de articular una relación con el arte contemporáneo como tema, experiencia y contexto que superara los tópicos simplistas y escépticos más propios de hace un siglo. El oficio de D y el diseño de la casa con sus típicas paredes-cristaleras permite a Hogg aunar dos de las inquietudes configuradoras del cine feminista: la autorepresentación de la propia figura y la relación que establece una mujer con la dimensión espacio-temporal del hogar. La reflexión que planteaban las primeras artistas de la performance en torno a la vulnerabilidad del cuerpo femenino expuesto en el espacio público como obra artística se expande aquí a una casa cuyo diseño difumina en parte las fronteras entre ámbito privado, el público y el íntimo.
“El primer día de filmación soy plenamente consciente de mi edad. Son raras las películas en las que hay una cámara tan pegada al rostro de una mujer mayor”, escribe Viv Albertine en el capítulo de sus memorias, Ropa música chicos, dedicado al rodaje de EXHIBITION, donde explica que Hogg le solicitó que trabajara sin maquillaje y le propuso que revisara la película de Chantyal Akerman, Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, para inspirarse. D. trabaja en sus proyectos artísticos con la misma naturalidad cotidiana con que Jeanne pela patatas. Pero si Akerman filma a su protagonista desde una cadencia que pone de manifiesto la dimensión alienante de su vida doméstica, Hogg en cambio muestra una mujer que ha convertido su trabajo también en una forma de reconectar con la intimidad de su cuerpo, y mantiene un vínculo mucho más cálido con el hogar, que se manifiesta a través del contacto corporal. Como en el resto de sus películas, Joanna Hogg sigue aquí también el camino interior de la protagonista hasta que finalmente consigue cerrar una etapa de crisis en su vida y seguir adelante.