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ILDIKÓ ENYEDI. CORRIENTES SUBTERRÁNEAS

 

Carl Gustav Jung planteó en su día la existencia de un inconsciente colectivo. Una suerte de raíz subterránea que nos conecta, una base compartida de la que no somos conscientes. Una teoría que tiene un cariz mágico, pero a la que Jung llegó a través de métodos científicos. Empezamos hablando de Jung, no solo porque esté entre las lecturas predilectas de Ildikó Enyedi, sino porque de alguna manera esa extraña mezcla entre psicología y espiritualidad conecta con las películas de la cineasta húngara, que aunque presenten hechos sobrenaturales, están más allá del misticismo y la fantasía para colocarse en un lugar propio gracias al peculiar uso que hace de las herramientas del cine. Su universo plantea una relación natural entre elementos en apariencia opuestos, en un fluir natural: como la vida y la muerte, que aunque puedan parecer dos polos alejados, están indisolublemente unidos. Es así como en su cine se dan la mano la magia y la filosofía, la autodeterminación y el destino, la luz y la sombra, la realidad consciente y los sueños, el cuerpo y el espíritu. Dualidades que se rinden ante la naturalidad con la que representa ante nuestros ojos lo inimaginable.

Su visión empieza a formarse entre finales de los setenta y principios de los ochenta, años en los que perteneció al colectivo artístico underground Indigo, donde empieza su andadura a través del arte conceptual y la performance. Más adelante trabaja en el Béla Balázs Studio, el único estudio independiente de cine en la Europa del Este de antes de 1989. En esta primera época realiza trabajos de corte más bien experimental, entre el documental y la ficción, en los que se analiza la relación entre la persona y la filmación, y sobre la tensión psicológica (pero también social) que una cámara puede desencadenar. De esta época deriva su primer largometraje Mole (1987), una obra sobre el cuerpo y la consciencia basada en La invención de Morel de Bioy Casares: una historia sobre un mundo fantasmal, que Enyedi identifica con el mundo fantasmal que es el cine, esa realidad paralela de sombras proyectadas. Un personaje aterriza en paracaídas en un lugar en medio de la naturaleza. Son aquí los puntos de vista de la cámara los que siembran esa idea de que algo ocurre bajo la superficie visible de las cosas. El espía parece ser espiado, nos parecen decir ciertos ángulos, entre la vegetación, cierta perspectiva sobre el recodo del camino, la elección de una cámara al hombro en un momento preciso. La voz en off susurrante del paracaidista añade una capa de extrañeza en esta misma dirección.

Tras Mole, Enyedi firma Mi siglo XX, en la que dos gemelas separadas en la infancia encarnan las contradicciones del siglo XX (una, una libertina cazafortunas, la otra feminista y anarquista incendiaria), con la que cosechó la Cámara de Oro en Cannes. Una película deliciosa, llena de digresiones y caminos inesperados, en la que extrae la magia de la llegada del siglo XX a partir de científicos inventos como la electricidad: tanto en el arranque de la película, con un desfile nocturno por la llegada de Edison a París, como en el espectáculo de danza con luces neoyorquino, arropan a la historia con cierta trascendencia del cambio de siglo. El inconsciente colectivo de alguna manera se manifiesta en el Orient Express parado en la Nochevieja de 1899: los segundos antes de la campanada, un recorrido por el momento impalpable de silencio y expectación de las caras de los pasajeros extiende una red invisible que atraviesa la humanidad entera. Asimismo, secuencias como esa en la que unos monos observan a un humano como si fuera un espécimen extraño dan la vuelta a la perspectiva, dejando en evidencia la multiplicidad de puntos de vista sobre la realidad. La presencia de las estrellas (contrapuestas a las bombillas) como división entre secuencias también dota al conjunto de un halo que hace pensar en una visión cósmica, bigger than life.

Tras Mi siglo XX, Enyedi presenta sus sucesivas películas, Magic Hunter y Tamás and Juli, en la Sección Oficial del Festival de Venecia en los años 1995 y 1997 respectivamente. En 1999 estrena en Locarno Simon the Magician, ganando el Premio Especial del Jurado. Con un planteamiento más disparatado a primera vista que Mi siglo XX (un mago húngaro que acude a París a ayudar a la policía a resolver un asesinato), esta película es ciertamente más sobria en sus formas. Péter Andorai (que interpretara a Edison en Mi siglo XX) aporta de entrada y una presencia pausada, que se conjuga con los delicados modos de Enyedi de demostrar sus dotes de mago. La secuencia en la que desvela el crimen, el mago se echa una siesta en un gran salón con ventanales; basta un rayo de luz sobre una planta, en un montaje sereno que parece saborear cada plano, conteniendo el aliento, para que sepamos que el milagro se ha obrado. Una mirada que se posa en objetos y personas azarosos con la suficiente insistencia como para dotarlos de una trascendencia inaudita.

Hay en este conjunto de películas una alusión al cine, cuando Enyedi hace patente de diferentes maneras que lo que vemos está mediado por un dispositivo y no deja de ser un reflejo de la realidad: por ejemplo, los prismáticos de la mujer de Mole, el arranque de Simon the Magician, que vemos a través de una tumultuosa secuencia televisiva, o la llegada del cine en Mi siglo XX, pareada con el juego de espejos de su secuencia final.

 

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Dieciocho años separan Simon the Magician de En cuerpo y alma. Tiempo suficiente para que a muchos su nombre les sonara a nuevo, especialmente cuando cosechó nada menos que el Oso de Oro de Berlín (así como el premio Fipresci y el premio ecuménico de ese mismo festival), obtuvo cuatro nominaciones a los Premios del Cine Europeo (ganando el de Mejor Actriz para Alexandra Borbély) y fue nominada a la Mejor Película de Habla No Inglesa en los Oscar, amén de una larga lista de premios en festivales de todo el mundo. En los films de los que hemos hablado hasta ahora la idea de los amantes destinados a encontrarse a través del más caprichoso de los azares está presente: el encuentro imposible entre el paracaidista y la dama de Mole; el caballero cosmopolita que se enamora de una de las gemelas de Mi siglo XX, a las que confunde en un encuentro fortuito; el mago Simón que se encuentra nada más poner un pie en París con una joven que sin saberlo es su destino. Solo que aquí la historia de amor es el propio corazón de la película, y la “magia” se encuentra en el interior de la pareja que nos ocupa: una joven robóticamente tímida, y un hombre mayor con un brazo inerte. Cada noche se encuentran en forma de ciervos en sus sueños. Su inconsciente compartido es aquí un bosque helado. De día, se encuentran en ese lugar entre la vida y la muerte que es el matadero en el que trabajan. Los lentos y complicados pasos para que el encuentro “espiritual” se convierta en un encuentro físico son modulados a través de la película con un ritmo pausado de montaje, un expresivo trabajo con las miradas de los actores, y unos encuadres elaborados casi al milímetro. No hay ingenuidad, sin embargo, en la mirada de Enyedi que sabe bien que el amor romántico es un terreno sembrado de minas una vez que lo ideal se choca con lo real. Dos soledades se cruzan con sus delicadas manías y especificidades que la directora trata sin edulcorar.

Además de las dualidades con la que trabaja, y de su manera de mirar con asombro la realidad y con naturalidad lo sobrenatural, hay una gran corriente de sentido del humor que recorre toda su obra. Elementos directamente satíricos en Mi siglo XX (ese discurso a las feministas sobre las razones de la inferioridad de las mujeres), la irónica personalidad de Simón el mago (esa conversación de Simon y la joven, en la que ella le interpela y él contesta sí o no al azar, sin entender una palabra de francés), o las patológicamente cómicas aristas de la protagonista de En cuerpo y alma: desde cuando acude a comprar música romántica, hasta cuando detiene la hemorragia de sus brazos con cinta aislante.

La filmografía de Enyedi demuestra, como vemos, una coherencia singular que se materializa en un universo creativo de gran riqueza: es por eso que una retrospectiva a su trabajo se torna necesaria y esclarecedora, y deja ver los particularísimos aspectos de su mirada. Pues su obra no ha de brillar solo por los éxitos recientes, sino por su solidez y su fuerza global.  Enyedi ha entendido como nadie que las cosas importantes pasan en otro plano, que no es perceptible a simple vista, sino que discurre como una corriente subterránea. "Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad... lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino...", escribió Jung, y ciertamente el cine de Enyedi parece operar precisamente en ese espacio, en el que el cine se presenta como utilísima herramienta para hacer manifestarse lo inefable.

 

Nuestro agradecimiento a Ildikó Enyedi, Marta Bényei y Tamara Nagy.