- El debut en el largometraje de los franceses Pablo Cotten y Joseph Rozé es recibido con risas, ternura y lágrimas en el Festival de Cine Europeo de Sevilla
No hace mucho recordaba, junto a un miembro de nuestro añejo sanedrín de secundaria, la bandera de la libertad y del absurdo constante bajo la que nuestra amistad creció entre colleja y carcajada. Pero la sorna ya no es como era. Ahora hacemos porras para ver quién clareará antes en la coronilla o especulamos los peores escenarios laborales posibles para cada uno de los presentes cuando nos reunimos. La considero una buena forma de mantener el espíritu de esa amistad cimentada en la guasa más ridícula, a la que es inherente el más inmenso de los cariños. Eso sí, dista mucho del slapstick inoportuno y pueril que tan estimulante resultaba harán ya diez años.
Los galos Pablo Cotten y Joseph Rozé despiertan estos recuerdos con Eternal Playground. A través de una juguetona premisa vuelven a conectar con la socarronería más juvenil: ¿cómo sería si diez años después de despediros de vuestro antiguo instituto, te encerraras en él durante una semana de verano con tu antigua pandilla?
El motivo de la reunión, como por desgracia suele ocurrir pasados unos años, suele ser el infortunio de la pérdida de uno de sus miembros. A partir de esta casilla de salida, se exploran tópicos del mundo adulto que empiezan a construirse durante la época de la formación secundaria; aunque la mirilla a través de la que se observa no es la de adolescentes frente al fururo incierto, sino la de jóvenes adultos nostálgicos.
La soledad, la rebeldía, romances platónicos, la desinhibición en compañía, etc.: sentimientos y experiencias que surgen con facilidad con las emociones a flor de piel. En palabras de sus jóvenes directores, ni la comedia ni el drama son intencionados per se. Las escenas no son pretendidamente graciosas o lacrimógenas, sino que el marco emocional en que los personajes se desenvuelven hace que así lo sean. Igual que nuestras hormonas adolescentes nos revolvían el corazón y nos hacían susceptibles a lo más mínimamente sensible, también lo hace el duelo, que nos obliga a despedirnos antes de tiempo y a observar el vacío que se esconde en nuestro interior (tal y como le pasa al protagonista, encarnado por un fantástico Andranic Manet).
Los intérpretes principales se desenvuelven perfectamente con estos personajes estas delicadas mecánicas. La compasión no La se confunde con condescendencia, y tanto el baile como el canto, la burla o los abrazos son necesarios para la camaradería emocional. Ya que, igual que cuando éramos críos, cuanto más sentida es la risa, más poso deja el imperante llanto junto a los compañeros de fatigas. Especialmente tras las fricciones propias de una catarsis como esta.
La puesta en escena de la película es igualmente acertada. Se discute que el instituto sea la prisión para alumno y profesor, y es tratada como una acogedora mansión de juguete en la que la cámara, ingenua y entusiasta, tontea o intima con los personajes según el momento lo requiera.
Sin embargo, la armonía con la que se había trabajado a los personajes desde el comienzo del film se desdibuja en su tramo final, y sus acciones son cada vez más exageradas que las anteriores. Si bien tienen una justificación por la escalada emocional que supone la lucha interna del protagonista de la película (el hermano de la fallecida), argumentalmente resulta demasiado radical y desequilibrado para reducirse a manidas conclusiones tales como "la amistad todo lo puede". Aún así, el film no desmerece un simpático visionado y garantiza sonrisas, nudos en la garganta e invocación de dulces recuerdos que te incentivan a reunir de nuevo al sanedrín.
Juan Escalera Pedregosa