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LA VERDAD NO EXISTE

Ser fotógrafa significa liberarse de todas ideas preconcebidas sin buscar la verdad; la verdad no existe. Lo que buscamos es mucho más profundo, es algo profundamente escondido que se revela, como toda forma icónica de expresión, por la fotografía”. Cecilia Mangini mira el mundo a través de su cámara, un acto que no solo persigue aproximarse a una realidad concreta o retratar lo que está ante sus ojos, sino que, como ella misma explica en Un viaggio a Lipari (2017), se trata de descubrir una esencia que se escapa a simple vista.

Pionera del documental en Italia, fotógrafa de vocación, Cecilia Mangini es, ante todo, una retratista del ser humano. Una mujer que tras décadas de estudio y observación confía en aquello que permanece en las imágenes, más fiable incluso que una memoria que, a su avanzada edad, empieza hoy a inventar recuerdos. Este es el punto de partida de Due scatole dimenticate (2020), su último trabajo: una lúcida reflexión sobre lo efímero del recuerdo y sobre la fotografía y el cine como espejos de uno mismo. A partir de dos cajas de instantáneas y el relato de una película que no llegó a filmar, Mangini retrocede a un tiempo y un espacio perdidos en las tinieblas del olvido. Levantar las persianas y dejar que la luz inunde la habitación en la que se encuentra es un acto de resistencia, un gesto que se repite a lo largo de toda la cinta y que se relaciona a su vez con el proceso de encender la memoria y rescatar esos recuerdos perdidos.

Hay cierta tendencia a la retrospectiva en la obra de la documentalista italiana que se manifiesta sobre todo en su última etapa, y que surge precisamente de su pasión por la fotografía. Así, Un viaggio a Lipari es el equivalente cinematográfico de un álbum de fotografías, cuyo dinamismo procede del montaje de unas imágenes estáticas que se mueven al compás de la voz en off. Más abstracto y experimental resulta Facce (2018), un breve y fascinante cortometraje que parte de una única instantánea: la cámara se desliza por la imagen (se detiene, se acerca o se aleja) al compás de la música, consiguiendo una coreografía de rostros dentro de una multitud.

Aunque los espacios son fundamentales en las composiciones de Mangini, es en la representación de las personas donde reside el verdadero centro de interés de su obra. Esta concepción antropológica y etnográfica presente a lo largo de su filmografía es fundamental en los cortometrajes basados en textos de Pier Paolo Pasolini: Ignoti alla città (1958), Stendalì (1960) y La canta delle marane (1962). Tres ensayos que tratan, respectivamente, sobre la precariedad social, la cultura popular y el folclore como síntomas de una sociedad que sufre, y sobre las devastadoras consecuencias en las que quedó sumida la Italia de posguerra; todos ellos con un estilo visual que sintoniza con la poética pasoliniana. La voz en off, la industrialización y el contraste con el entorno rural, la infancia desprotegida (y sola) o la abundancia de primeros planos son algunas de las señas de identidad que la cineasta mantendrá en toda su filmografía.

 

EN PRIMERA PERSONA

Hay una dualidad en la que se instaura su narrativa y que alude a la distancia que la industrialización produce entre la ciudad y el campo, y que visualmente se traduce a partir del formato con que muestra a cada uno (el blanco y negro para el espacio urbano, el color y cierto tono bucólico, e incluso más lúdico, para las escenas rurales). A pesar de las diferencias en el modo con el que aborda cada uno de ellos, Mangini filma ambos territorios con un mismo objetivo común: resaltar el uso que el hombre hace de ellos. Las multitudes y los grupos ocupan un lugar privilegiado dentro del encuadre. Incluso en aquellos cortometrajes dedicados a una sola persona, la cineasta no pierde de vista el conjunto del que forman parte. Así, en La scelta la cámara se sitúa a cierta distancia, con un teleobjetivo que permite pasar de un gran plano general hasta el joven protagonista inmerso en su diatriba moral. Él es una de tantas conciencias, una más entre la multitud. Otro de los mecanismos de los que se sirve la realizadora para personalizar sus historias es la narración en primera persona, el uso de una voz en off que, casi a modo de confesión, desvela un sentir emocional muy personal, como sucede en María e i giorni (1959) y en Essere donne (1965), sendos relatos centrados en la situación de la mujer que persiguen visibilizar su lugar en la sociedad. Más sofisticada y compleja resulta la polifonía de voces que compone La briglia sul collo (1974), el retrato de un menor inadaptado y problemático, en el que intervienen todos los agentes educativos y socializadores del joven y con el que salen a relucir las fallas del sistema educativo e institucional y de las relaciones materno y paternofiliales.

También la religión y el culto se encuentran en el punto de mira de la directora, sobre todo en el componente ritual de estos, tan arraigado en la sociedad italiana y que se refleja en tres de sus películas que hacen del dolor o el miedo su razón de ser: el clamor de unas mujeres en duelo, que acompasan sus cánticos al ritmo de sus movimientos en Stendalì (1960); la peregrinación nocturna que enfatiza la devoción popular en Divino amore (1964); y la representación teatralizada de un esperpéntico –desconcertante y fascinante a la vez– ritual campesino en La passione del grano (1963). Y otra de sus obsesiones es la representación de la infancia. El plano final de Sardegna (1965) resulta de lo más significativo a este respecto: tras los grafitis que clamaban por la libertad y el cese del abuso en unas fábricas, un corte de plano muestra a unos niños jugando en medio de una calle donde hay un círculo de monolitos. Una transición elocuente que señala hacia el futuro, hacia las próximas generaciones que crecen en un presente convulso y en un espacio en transición incapaz de abandonar sus arraigos y de asumir sus progresos.

 

por: Cristina Aparicio

Caimán Cuadernos de Cine. Noviembre 2020