Goliarda, tras cumplir pena en la cárcel de Rebibbia por un robo de joyas impulsado por su escasez de recursos, vuelve a la sociedad. La vida fuera se muestra como una obra arduamente humana, donde el encierro físico se convierte en metáfora de una búsqueda interior. Con esta premisa el director Mario Martone, de la mano de la guionista Ippolita Di Majo, pone en foco a todas esas mujeres recluidas por vivir como mujeres. La historia de Sapienza, una persona de una honestidad pasmosa que manipulaba el lenguaje femenino de una manera que intuía un cambio social, llega a las calles a través de su relato autobiográfico publicado por su marido de manera póstuma.
Esta adaptación franco-italiana, que logró colocarse en la sección oficial del Festival de Cannes, no es una biografía ni un drama carcelario al uso, sino un film que se cuece a fuego lento, cuyas imágenes y texturas dialogan en mayor medida con el teatro. Sin grandes artificios, la cámara nos hace viajar a la Roma de los años 80, a través de una fotografía que premia los planos largos y estáticos, otorgando un naturalismo que se regodea en los pequeños detalles. Con un diseño sonoro minimalista y una música comedida, Martone ofrece, una vez más, un cine que invita a detenerse y a mirar hacia adentro. Es esta contención la que roza en ciertos momentos con la contemplación excesiva y amenaza en otros instantes con cierta emoción impostada.
Las actuaciones oscilan alrededor de un grupo de reclusas que se convierten en familia, y unos muros que lo hacen en hogar de mujeres, cuyo destino se encuentra marcado por un letargo emocional, algo que atraviesa la pantalla gracias a la fiel interpretación natural de las propias presidiarias del centro penitenciario de Rebibbia. Este peso emocional se suaviza a lo largo de la obra con la frescura emanada por el personaje de Roberta, que nos plantea un punto de vista vivo y próximo a una juventud sumida en la incertidumbre del futuro y ávida de cariño. La interpretación central por parte de Valeria Golino dota al personaje de una capacidad humana sobrecogedora, sin ser una mártir ni heroína, solo una mujer que se equivoca y necesita ser amada: “siempre que me enamoro de una mujer me pierdo”, confiesa Goliarda. El máximo apogeo de esta representación se da en la divertida escena de la ducha, donde este acto de vulnerabilidad compartida se traduce en liberación absoluta.
El edadismo, la libertad sexual y el disfrute de los cuerpos dan una patada en la mesa en un momento convulso para la política italiana, plantando cara a las ideologías más conservadoras. De este modo, La vida fuera no habla de salir: es una reflexión sobre lo que significa ser libre cuando todo parece perdido. Es una película que confía en la paciencia del espectador, y que no teme evitar el artificio. En tiempos de ruido y velocidad, el cineasta italiano ofrece un cine que nos recuerda que la vida comienza justo cuando creemos haberlo perdido todo.
Ana Pérez Ruiz
