El cineasta estadounidense Richard Linklater emprende con su última película un ambicioso homenaje a la Nueva Ola francesa y, en concreto, al momento en que Jean‑Luc Godard estaba a punto de revolucionar el cine con À bout de souffle (Al final de la escapada) en 1960.
Linklater, apasionado observador del tiempo y la juventud, como ya demostró con Boyhood y la aclamada trilogía Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes del anochecer, en esta ocasión se sumerge de lleno con la revolución creativa que supuso la Nueva Ola francesa. Y lo hace no solo para radiografiar la idiosincrasia de este movimiento, sino para ser cómplice y para que el espectador lo sea también. El director norteamericano comprende, desde la distancia y el afecto, la insurrección artística que cambió para siempre la forma de mirar el mundo a través de una cámara. El resultado es un film que mezcla el making of ficticio con la comedia en una carta de amor al cine.
En Nouvelle Vague, Linklater reconstruye el París de finales de los cincuenta en un elegante blanco y negro en formato 4:3 que, sin caer en el fetichismo, respira autenticidad y ritmo. El detalle granulado de la imagen simulando el efecto del negativo e imperfecciones del celuloide recrean la sensación de estar frente a una película más de aquel tiempo. De la misma forma, la escenografía, minuciosamente construida, traslada la realidad cinematográfica de aquella corriente francesa, donde lo cotidiano se volvía poético y la improvisación era un acto de verdad en el cine. Su cámara se mueve con la misma ligereza con la que Godard reinventó su mirada: improvisando, riéndose de las normas, confiando en la intuición más que en el método.
El tono de este film es ligero, juguetón, con momentos de humor y un evidente amor al cine que se percibe en cada secuencia. Guillaume Marbeck encarna a un joven Godard que oscila entre la genialidad y la torpeza, el ego y la inseguridad. Es un personaje fascinante, lleno de vida, que Linklater filma con cierta dosis de ironía. Frente a él, una magnética Zoey Deutch encarna a la actriz Jean Seberg, atrapada entre el deseo de libertad y el desconcierto que provoca rodar sin guion, sin plan y con un director que parece inventarse la película sobre la marcha.
La tensión entre ambos encarna la esencia de Nouvelle Vague: el choque entre la espontaneidad y el sistema, entre el impulso creativo y la estructura industrial. Linklater se divierte con ello, pero también deja ver la fragilidad de aquel gesto revolucionario. Lo que en Godard era rabia y riesgo, en Nouvelle Vague se convierte en melancolía, en el eco de un ímpetu y originalidad que en la actualidad parece estar en decadencia.
Sin embargo, lo admirable de la película es que, a pesar de su evidente amor por el material original, Linklater no filma un tributo congelado, sino un ejercicio vivo que celebra el caos como motor de la creación. Pero más allá de su carácter documentalista, es también una reflexión sobre el propio oficio de filmar: sobre la terquedad de los soñadores que, sin dinero ni certezas, se lanzaron de lleno al oficio. En tiempos donde la industria mide el valor del arte en métricas, Nouvelle Vague reivindica el milagro de hacer cine por pura necesidad creativa.
Beatriz Molina
