David Pantaleón

David Pantaleón: “Nos gusta contarnos historias y creérnoslas para sentirnos de un mismo sitio”

En sus cortometrajes ha creado mundos eclécticos tensionando todo tipo de imaginería folclórica con ironía, y ahora lo vuelve a hacer en forma de largometraje. David Pantaleón presenta Rendir los machos, película inaugural de la sección Las Nuevas Olas del 18º Festival de Sevilla. El título nos adentra de lleno en la historia de un par de hermanos que, tras la muerte de su padre, se embarcan en un viaje ritual a pie por la accidentada geografía de la isla de Fuerteventura pastoreando un rebaño de cabras.

Esta ha sido tu primera proyección de la película con público, ¿qué te ha descubierto esta experiencia de tu propia película?

Me dio muy buenas sensaciones, ciertas impresiones en torno a la narrativa de la película: sentí que el espectador entendía lo que yo estaba contando antes de cuando creía que lo iba a comprender. También tuvimos la sensación de que la película va más ligera de lo imaginado. El cambio de dimensión a la pantalla grande te hace plantearte: “Este plano podría haber aguantado doce segundos más”. Montas un film en un monitor, haces testeos en pantallas grandes… pero, al final, hasta que no la ves en las condiciones idóneas, no has visto la película realmente.

Tu largometraje está lleno de planos que parecen casi cuadros, hasta tal punto que te sorprendes descubriendo que se puede captar la espacialidad de esa forma. ¿Cómo has afrontado el planteamiento estético?

Hay un componente de riesgo, ¿hasta dónde puedo alejar la cámara sin generar una desafección del público con los personajes? Al final, en la distancia, todos somos elementos no reconocibles. Cuanto más se distancia la cámara del objeto, más espacio vas a componer en el cuadro. Es la idea de plantearlo como quién ve teatro: hay un escenario donde ocurren cosas y es el espectador quien decide donde mirar. Decide donde hace el plano corto, si ahora mira a este intérprete o a otro… La idea del distanciamiento de composición de plano va en ese sentido.

Has tenido una carrera prolífica en el mundo de los cortometrajes y Rendir los machos es tu primer largometraje. ¿Cómo ha sido este salto?

Cambia el lenguaje. Yo puedo jugar con el espectador diez minutos en una tesitura, pero en noventa minutos no puedo plantear el mismo juego. Además, levantar una película de metraje largo frente a un cortometraje es exponencialmente más difícil y más caro, aparte de la temporalidad de la propia película. Ha sido una adaptación interesante, pero a la vez muy larga en el tiempo. El proyecto, desde que surge la idea hasta que se estrena aquí en Sevilla, ha llevado siete años.

¡Siete años! Es curioso, porque una de las cosas que más llama la atención viendo la película es la pertinencia de la misma: con el Covid se puso sobre la mesa la importancia de los rituales en el proceso de duelo. En ese sentido, me ha parecido una película actual.

¡Qué guay que digas eso! Al final, existe la idea de construir relatos que van más allá del tiempo donde están creados, que se conviertan, de alguna forma en universales. Y esta idea de Caín y Abel, el amor fraternal… Se trata de construir tradiciones que son ficciones, convicciones para identificarnos con el territorio, para diferenciarnos de otros, ficciones que, además, perduran en el tiempo porque tienen una funcionalidad. La gente que no pasa por debajo de una escalera porque trae mala suerte, no lo hace porque si pasas por debajo es posible que caigan cosas de arriba. O que se cruce un gato negro: no es que el acto en sí dé mala suerte, es que un gato negro lo ves menos e igual te tropiezas.

Todo tiene algo funcional, y con las tradiciones pasa esto. La tradición que construimos en la película viene a ser eso: un mecanismo en el que, a través del acto de compartir tiempo juntos, dos hermanos enfrentados tras la muerte de un padre y el reparto de una herencia consigan comprenderse. ¿Por qué mantenemos tradiciones? Porque tienen cierta funcionalidad ancestral.

Y además, a través de una tradición inventada…

Es una tradición de la Macaronesia, una región que engloba diferentes archipiélagos que están en el Atlántico, desde Cabo Verde, Azores, Canarias… Islas con particularidades comunes.

¿De dónde surge tu impulso de extraer este aspecto folclórico específico de un sitio y meterlo en un relato lleno de elementos etnográficos de las islas Canarias?

Cuando indagas sobre la idea de lo etnográfico, no dejan de ser ocurrencias de alguien que, en un momento dado, las continua en el tiempo. Lo podemos ver ahora con redes sociales como Tik Tok, una acción en un momento determinado, repetida por la gente, se convierte en una tradición en una escala de tiempos diferentes. Pueden ser tradiciones que duran solo tres meses, como el reto de echarse un cubo de hielo en la cabeza por el ELA. Convertimos eso en un ritual contemporáneo y podríamos hacer un paralelismo con un ritual ancestral de cualquier cultura del planeta.

Somos, definitivamente, seres rituales.

Sí, o simplemente nos gusta contarnos historias y creernos las mismas historias porque eso lo que hace es que nos sintamos del mismo sitio, familia, tribu… Por eso creemos en una imagen que es un tipo lacerado y clavado en una cruz. Es una convención, y tú y yo creemos en una cultura en la que la imagen que lleva la gente pegada al pecho es un ser humano torturado. Es parte de nuestra cultura y de nuestra realidad, lo que no deja de ser una cosa loquísima. Es como si alguien llevase colgado un tío en una silla eléctrica. También existen cosas tan locas como la tauromaquia, donde está el elemento del torero que es “el hombre más hombre”, siguiendo esta idea de la masculinidad enfrentada al animal, pero donde hay una liturgia que está más cercana al drag queen que al ganadero: visten con mallas, el paquete va marcado, van con lucecitas… Son cosas que en el contexto cultural en el que hemos crecido y es nuestro territorio se convierten en parte de nosotros, pero que si somos capaces de mirarlas con objetividad no dejan de ser locuras, ocurrencias casi surrealistas.

 

Luis Aceituno