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Vida en pausa y la utopía de una sociedad perfecta

Mediante el contraste entre el ritmo delicado de una cámara siempre en movimiento con la tensión de una familia rusa que busca asilo en Suecia, Alexandros Avranas nos presenta la idea principal de la película: ¿a qué recién llegados se les recibe con los brazos abiertos y a cuáles se les complica el acceso?

Tras la negación de la petición de asilo de una familia rusa que huye de su país por el intento de asesinato del padre, profesor que aboga por la libertad de pensamiento en sus clases, la hija menor cae en una especie de coma inexplicable. Padece síndrome de resignación, un trastorno psicológico identificado a finales de los años noventa que afecta a niños refugiados, sumiéndolos en un adormecimiento provocado por situaciones de alto estrés y desesperanza. Parece ser que la multa por la libertad de expresión puede salir en ocasiones demasiado cara.

Ingresa la pequeña entonces en una clínica verdaderamente escalofriante, en la que se decide separarla de su familia con el pretexto de hacerla sentir segura y pueda despertar de su letargo. Este centro médico, cuyos doctores se asemejan más a robots que a personas, es ejemplo de un realismo psicológico donde se muestra –mediante colores azulados y espacios vacíos, minimalistas– la situación emocional de la propia familia respecto a su entorno. La frialdad y apatía con la que se trata a los protagonistas genera en los espectadores un sentimiento de querer protegerles todo lo que no están haciendo quienes deberían.

A medida que se conoce a cada personaje, crece la incomprensión: ¿por qué no son aceptados en Suecia? ¿Puede que el sistema tenga aún cierta herencia de las políticas eugenésicas llevadas a cabo por el gobierno socialdemócrata en los años treinta? Estas ideas de ingeniería social se basaban en la creencia de que la raza humana podía perfeccionarse a través de la selección artificial, promoviendo la reproducción de aquellos considerados genéticamente superiores e impidiendo la de los tildados como inferiores. Esto incluía a su vez una restricción de la inmigración, vista como posible contaminación de esta sociedad utópica. Parece algo impensable, incluso lejano, que, sin embargo, se reguló en 1975 y no se terminó de derogar hasta 1996.

El éxito de Yorgos Lanthimos ya demostró esta revolución del cine griego, en cuanto a temática se refiere. Su compatriota Alexandros Avranas no decepciona al continuar abordando historias difíciles que incitan a pensar. Además de romper con el estereotipo de migrante que prevalece actualmente y abrir el campo de visión hacia el norte de Europa en un tema tan recurrente como la migración, el cineasta heleno sienta a los espectadores en las salas de cine para retratar la dirección deshumanizada a la que nuestra sociedad actual parece poner rumbo. Quizás sea el momento de una pausa para reflexionar.

Alejandra Navarro Candón