LA HABANERA

EN EL PRINCIPIO ESTÁ EL FIN

¿Es necesaria una ‘nueva’ historia del cine europeo? Todo apunta a que sí, a que ya no basta con los parámetros de siempre, a que hay material olvidado o ignorado que necesita con urgencia salir a la superficie. Y luego está el corrimiento de tierras, la política y la guerra, la reconfiguración del mapa… ¿También estético?

¿También, pues, la geografía de las formas? No se trata entonces de sustituir unas piezas por otras, de expulsar cineastas y películas para dejar sitio a los siguientes. Se trata más bien de acumular, de propiciar una convivencia bulliciosa que haga nacer nuevas relaciones entre las ruinas de las viejas reglas. Que las vías de comunicación sean muchas y variadas, que derrumben nomenclaturas y etiquetas para facilitar el intercambio de fluidos. No hay que cambiar un canon por otro, sino –quizá– difuminar la noción misma de canon, olvidarse de ‘lo mejor y lo peor’ para entregarse a los innumerables roces del sentido, a esas fricciones que nunca creímos que pudieran producirse. Lo inesperado y lo inédito como nuevo punto de partida: la historia del cine europeo como epítome del desorden y circulación del caos.

Digamos, por ejemplo, que en 1936 se estrena una película titulada Une partie de campagne, cuyo máximo responsable es un director francés llamado Jean Renoir, que con el tiempo se convertiría en uno de los protagonistas principales de esa historia del cine europeo en la que aún estamos. Pongamos, también, que ese film se contrapone a otro llamado La Habanera, filmado al año siguiente pero de características muy distintas. Une partie de campagne cuenta como precedente del ‘neorrealismo’ que menos de una década después irrumpiría en Italia, mientras que La Habanera, dirigida por el alemán Hans Detlef Sierck en la Alemania nazi, es todo lo contrario, un film lleno de imágenes compactas, atravesadas por incontables claroscuros. Frente a la levedad de Renoir, la densidad de Sierck, que pronto, al emigrar a Hollywood, se convertiría en Douglas Sirk, tradicionalmente considerado como uno de los grandes maestros del melodrama. Y sin embargo es imposible concebir a Sierck o Sirk sin Renoir, imaginar el ‘neorrealismo’ sin pensar en esa otra corriente, digamos 'barroca', que recorre el cine europeo de la época y que igualmente pasa por Max Ophüls –es solo otro ejemplo–, que en aquellos momentos se encuentra también en Francia realizando La Tendre ennemie (1936) o Yoshiwara (1937). La Habanera es un film tan importante para los años treinta como Une partie de campagne, además de dar cuerpo a una tendencia que trascendería el cine europeo para recalar en el americano: Nicholas Ray, años después, se revelará hijo bastardo de ambas.

 

Imaginémonos ahora en otro periodo. Eso que aún llamamos ‘modernidad’ europea ya ha empezado y plantea problemas similares a los examinados en los años treinta. ¿O qué es la primera época del cine de Godard si no una mezcla inextricable entre la herencia del cine ‘clásico’ americano y, de nuevo, el realismo de Renoir y, además, el de Rossellini? Más allá de la Nouvelle Vague, empero, hay otros mundos, y no se trata de abordarlos por separado, de detectar el presunto hecho diferencial que distingue, por ejemplo, a los nuevos cines del Este de los franceses, ingleses o italianos. Por supuesto, las condiciones de vida en el bloque soviético eran muy distintas, pero no tanto como para hacer que el cine de Roman Polanski fuera diferente antes y después de abandonar Polonia. El cuchillo en el agua (1960) no está tan lejos de Repulsión (1966), ni mucho menos de Chinatown (1974), otra película claramente acuática. Así, ‘nuevo cine polaco’, Free Cinema y Nuevo Hollywood se confunden.

¿Qué ocurre cuando aparece, en ese panorama, un nuevo objeto no identificado que podría alterar esas relaciones? Durante años, The Ear (Ucho, 1970), de Karel Kachyna, ha sido considerada una de las joyas olvidadas del cine checo. Su restauración, en cambio, revela otros matices. Esta historia de terror, la del funcionario que descubre que está siendo objeto de escuchas por parte de sus propios jefes, se ramifica igualmente en otras tramas: la desintegración de una pareja en una noche oscura, la descripción de una obsesión a través de saltos esquizofrénicos en el tiempo… The Ear podría ser un antecedente de La conversación (1972), de Coppola, pero también conecta, de manera oblicua y esquinada, con las fábulas conspiranoicas de Jacques Rivette en la misma época, sobre todo con Out One (1972). Una de las lecciones de la nueva historia del cine europeo es que las relaciones son siempre más transversales que verticales u horizontales. No importa tanto el país, ni siquiera el autor, y mucho menos el tema, como el posible intercambio de formas y texturas que coinciden más allá de toda frontera, l’air du temps materializado en imágenes que migran sin cesar.

Y que lo hacen incluso más allá del tiempo, de la cronología. Tomemos Face to Face (Prosopo me prosopo, 1966), una película griega dirigida por Roviros Manthoulis en la que coinciden ficción, documental, ensayo y vanguardia. Todo parece centrarse en la relación entre un profesor de inglés y su alumna, hija de una familia burguesa de la Atenas inmediatamente anterior al golpe de los coroneles. Pero la película se ve de continuo atravesada por figuras retóricas típicas de la Nouvelle Vague, a la vez que quiere emparentarse con ciertas derivaciones pop del Free Cinema y con juegos metalingüísticos propios de las sinfonías urbanas de los años veinte: entre Godard, Richard Lester y Walter Ruttmann. Así, una cinematografía de tradición más bien despoblada como la griega no solo se alimenta de sus coetáneas, sino que además pretende recuperar el tiempo perdido. La modernidad, en consecuencia, también era una vuelta atrás: ¿para cuándo una historia del cine europeo que incluya, en el mismo capítulo, a Manthoulis y al Jean Vigo de À propos de Nice (1929), a su vez mentor de Truffaut? ¿O que se centre en los sesenta y nos recuerde que quizá Blow Up (1966), de Antonioni, no sea un film tan aislado, que sus formas anidan ya en películas anteriores y se centran en la obsesión de la mirada, de la imposibilidad de interpretar las apariencias? Hay una película muy curiosa, de procedencia yugoslava, que lo consigue a través de un estilo muy distinto: Tri (1965), de Aleksandar Petrovic, despliega tres episodios bélicos, contados desde el mismo punto de vista, y los une a través de la impotencia del protagonista para cambiar el curso de la Historia. ¿No estamos de nuevo cerca de La conversación, para la que Coppola confesó haberse inspirado –precisamente– en Blow Up?

En 1970, Renoir realiza su última película, ahora para la televisión. Se titula Le Petit théatre de Jean Renoir y consta de cuatro episodios, de la misma manera en que Tri presenta tres y al tiempo que el cine italiano y el español ponían de moda las comedias capaces de reunir historias distintas a modo de capítulos independientes. El poeta lírico de Une partie de campagne se convierte en el moralista distante de Le Petit théatre… Y la ligereza pop de cierta modernidad primeriza, de Milos Forman a Jacques Demy, se transforma en una estética excesiva, amante de los desbordamientos y las ficciones sin límites. ¿Pueden ejemplificar cuatro filmes tan distintos como The Long Farewell (Dolgie Provody, Kira Muratova, 1971), Lumière (Jeanne Moreau, 1976), Mistletoes (Fagyöngyök, Judit Ember, 1978) y Una mujer como Eva (Een vrouw als Eva, de Nouchka van Brakel, 1979)– todos ellos dirigidos por mujeres– esa tendencia a la desmesura?

Si el cine no es más que la exacerbación del deseo de representar, da lo mismo que se incline hacia la realidad o su saturación. En ese síndrome ansioso, todo es excesivo, en un sentido o en otro. Por un lado, pocas películas puede haber más distintas que Lumière, Mistletoes y Una mujer como Eva. La primera es una estilizada ronde sentimental ambientada en el mundo del cine, donde el Bergman de ¡Esas mujeres! (1964) se cruza con el Alan Rudolph de Welcome to L.A. (1976), realizada de manera inverosímil en el mismo año. La segundabpodría ser el grado cero de la ficción, una serie de tableaux documentales sobre una familia húngara a la espera de un bebé pronto a nacer, sin apenas argumento ni intriga. Y la tercera se adelanta a Lianna (John Sayles, 1983) en su retrato franco y desprejuiciado de una relación lésbica, vista aquí como una explosión de emociones e impulsos. Por otro lado, no obstante, tanto Moreau como Ember utilizan la elipsis como redundancia argumental, con la consiguiente inflación de la trama que también practica Van Brakel. Para la historia del cine, ni los géneros ni los códigos son tan importantes, algo que demuestra el film de Muratova, una crónica melancólica sobre un muchacho presto a abandonar el hogar familiar, en la Unión Soviética de Brézhnev, que por falta de información objetiva se convierte en una ensoñación vaporosa, el esbozo de una Bildungsroman en forma de poema. Volvemos, pues, a la disolución de las fronteras, como en los años treinta, para nuestra última lección: la historia del cine europeo siempre ha sido cíclica, regresa sin cesar, por lo que nunca tendrá ni principio ni fin.